viernes, 5 de febrero de 2010

New York City.Entre Calles y Avenidas, la vida...




"New York, New York...Quiero despertarme en una ciudad que nunca duerme, y encontrar que soy un número uno, el primero de la lista, el rey de la colina, un número uno".


Así comenzaba la famosa canción de Sinatra, y con ese mismo sentir comenzó mi viaje a Nueva York el pasado verano. Quería ser el rey del mundo, el rey de la colina. Subir al Empire a vislumbrar el más allá, mirar desde allí el otro lado del mundo y sentirme un número uno de verdad, saludando a King Kong con un guiño tipo "qué hay de nuevo, viejo. Aquí me tienes!"


Nueva York es muchas cosas. Es trepidante, caotica, infinita, excéntrica. Es imposible, multicolor, ruidosa, colosal. Calles, avenidas, edificios, coches, autobuses, gente...mucha gente. El día que sales por primera vez a oler sus calles y sentir su corazón, dejas atrás muchas cosas, pero apenas te das cuenta. Lo notas cuando vuelves, sólo al regresar.


En Nueva York, vuelves a ser libre, pero no en el sentido puramente jurídico del término, sino en el sentido espiritual (quizá el único que merece la pena del mismo). Nadie marca el qué, ni el cómo, ni el dónde, ni el por qué, ni mucho menos el cuándo. Es más, no creo que en el día a día de esta ciudad, estas palabras tengan sentido. Libertad sin más. El tic-tac de tu reloj, tus zapatos, tu mochila y tu corazón frente a Manhattan y sus calles. Todo un sueño hecho realidad.


En Nueva York, el espacio y el tiempo se entremezclan, y se desvirtuan el uno al otro. El tiempo cambia de repente, los lugares se multiplican, pasan delante de tí a un ritmo vertiginoso. Un autobús, el metro o un taxi, (o hasta un "carricoche-man"), te pueden trasladar a otro lugar, distinto, completamente distinto. Pero estás en Nueva York y parece que la ciudad te persigue mientras corres y te va absorbiendo a cada paso que das. La antítesis de la nada es Nueva York, el otro polo del vacío...


La noche entra poco a poco en la ciudad, pero parece como si un manto invisible instalado en el cielo, evitara que cayera de golpe. La ciudad mantiene su actividad, sus luces combaten la oscuridad y eclipsan las estrellas,.casi hasta lograr apagarlas. Miras el reloj y parece cómo si todo el mundo se hubiera vuelto loco. Haces compras de madrugada, cenas cuando en tu casa duermen a pierna suelta, paseas más allá de la medianoche, como si todavía quedara algo que vivir más allá de la siguiente esquina. Y así es.


En Manhattan, como un niño en una feria llena de atracciones. En Central Park, como un fugitivo huyendo de la justicia. En Harlem, como un aventurero en busca de fortuna. En Soho, Nolita, Chelsea, como Julia Roberts en Pretty Woman. En Chinatown, crees en la magia negra, en Little Italy, todo el mundo es Capone y tú, Elliot Ness...


Nueva York te deja ser quién tu quieras, cuando quieras y donde quieras. Vuelves, y mientras te alejas, divisas desde la ventanilla del avión aquella ciudad, imponente, que se resiste a desaparecer entre las nubes. Cuando la pierdes de vista, te sientes como cuando de pequeño salías del circo con los ojos iluminados y la sonrisa reluciente en la boca, mirando hacia atrás para asegurarte de que no fue un sueño, y de que todo lo que habías visto ahí dentro, era real.


En el viaje de vuelta, y cuando las luces del avión se apagaron y todos decidieron dormir, en mi mente miles de imágenes se dieron cita para mantenerme en vela durante las 8 horas de rigor, recordando aquella montaña rusa de sensaciones y emociones de la que acababa de bajar. Droga pura, este Nueva York. Entre calles y avenidas, New York, New York...la droga de la vida...

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