viernes, 14 de diciembre de 2012

EL MAR QUE TE PROMETÍ (REV. 2012)


El amor de mi vida subió a mi taxi una mañana de Abril, cerca de las nueve. Habían pasado más de veinte años cuando el azar la trajo de nuevo a mí. O quizá fue el mar de aquel entonces, que lo devuelve todo. Los besos y el olvido incluídos, pensé.

Comprobé que su color de pelo era el mismo de siempre. Quizá algo mejor peinado, pero seguía siendo maravillosamente largo y tan finísimo como antaño. Vestía un traje de chaqueta color gris, que llevaba doblada sobre su brazo derecho. En el izquierdo un bolso negro, lleno de sus numerosas armas de mujer sofisticada. Una fina camiseta negra con tirantes de pedrería, perfilaba perfectamente sus pechos, facilitando describir su contorno y sus pezones a simple vista, y permitiendo tímidamente, una sexy concesión a través de aquellos dos últimos botones de la camiseta, que llevaba desabrochados con tan mala intención. Falda corta y ajustada, medias oscuras y zapatos grises de tacón alto, sobre los que se sentía segura, supongo que también a salvo lejos de mí.

Los rayos de luz de un sol primaveral comenzaban a pelear con los edificios coloniales de la Avenida Norte, y en esa pelea, muchos conseguían ya colarse por la luna trasera, atravesando su preciosa melena y proporcionando algunos destellos intermitentes de luz en su cara, lo que me permitió vislumbrar momentáneamente sus hombros desnudos.

Aquellos hombros de frágil apariencia, que tantas veces soñé y tantas veces abracé, seguían siendo de un color blanco muy suave, y ahora se asomaban e insinuaban tímidos tras esos cabellos rubios que descendían en perfecta armonía rectilínea a ambos lados de su cuerpo, como una cascada de oro brillante desenfrenada.

-Hola, buenos días…al aeropuerto, por favor-me dijo indiferente y vacía de recuerdos, acompañando aquel típico ritual con una leve y rápida mirada al retrovisor, sonrisa mediante, donde sus ojos y los míos volvieron a chocar por un segundo, después de tanto tiempo, obligándome casi involuntariamente a retirar la mirada, a esconderla tras mis gafas de sol, dudando de que me hubiera reconocido.

Asentí sin más, con un sonido gutural que sonó ridículo, vencido de nuevo por esos ojos tan azules que reflejaban aquel mar donde nunca la llevé.

Arranqué el taxi aturdido y con la mirada puesta en el pasado, pero en el primer semáforo rojo, volví a reconocerla de nuevo, volví a reconocerme en ella, sin necesidad de pedirle perdón, sin reprocharme nada, y le regalé por fín una leve sonrisa de perdedor reconfortado y recuperado para la causa. Comprendiendo que el mundo me había perdonado todo en aquel instante, salí de la ciudad en dirección al futuro, al suyo y al mío.


Conduciendo por la autopista en esa mañana de Abril, el polizonte en el que me había convertido huía a toda velocidad, pero ya nada ni nadie me perseguía. Como si le hubiera dado un cambiazo al pasado, cogiendo el botín mientras todos duermen. La carretera y la mañana me daban la bienvenida a mi vida, a la suya, a la nuestra, a la que no tuvimos, a la que no le dí.

Con el ruidoso despertar de la ciudad ya lejos, el sol de la mañana se descubrió definitivamente sobre un mar azul, inmenso y lleno de esperanza, mientras cruzábamos juntos aquel puente a la eternidad. Volví a mirar por el retrovisor para cerciorarme de que seguía allí, a mi lado, como ayer, dejando todo en mis manos. Manejaba con decisión su Blackberry y al poco tiempo, comenzó una serie de llamadas telefónicas que supuse habituales en una mujer de su clase y posición. Trabajaba desde el asiento trasero totalmente ajena a mi mirada retrospectiva. Estaba serena, tranquila, segura de sí misma. También la noté feliz de una vez por todas. Ambos lo estábamos. Parecía que todo se había restaurado aquella mañana.

Con el mar a ambos lados, cruzando la pasarela vieja, encendí la radio del taxi, acompañando aquella idílica escena primaveral para dejar sonar el viejo álbum de suave reggae que ella me regaló un día cualquiera de mi lejana juventud, y que siempre acompañaba mis solitarias carreras por aquellas calles. Esa música me hacía sentir joven de nuevo, y un poco menos extraño en mi propia ciudad.

Al sonar No Woman, No Cry, algo en su interior se sobresaltó. Colgó el teléfono lentamente, sin apenas despedirse de su interlocutor, y por el espejo retrovisor cruzamos la última mirada del día, seguramente la última de nuestra vida.

Me encontré con sus ojos azules de nuevo y esta vez la llevé al mar que la prometí aquel verano. Sonrió levemente. Supongo que recordó y entendió todo de repente, y después bajó la mirada, lanzándola junto con su rencor por la ventanilla del taxi, buscándonos a ambos en aquel mar brillante de primavera. Ni siquiera se necesitaron palabras. Sólo la música y el mar. Esta vez no quise evitarlo y sé que me reconoció.

La dejé en la Terminal cuando el sol ya estaba en lo alto del cielo de aquel lunes. Intenté evitar por todos los medios tener que cobrarle aquel último viaje que habíamos hecho juntos por lo que, paradojas de mi vida y de nuestro funesto destino, esta vez le conté la verdad. Por primera vez en mi vida, no le mentí, y alegué que era el viaje final de mi vida de taxista perdedor, temeroso y arrepentido, y que lo dejaba todo definitivamente para emprender una nueva vida lejos de aquella ciudad y cerca del mar, que era mi sitio,…el nuestro.

Sonreí tras decir aquello, seguro de mí mismo, aunque los segundos siguientes se hicieron eternos e incómodos. Me asusté pensando en su posible respuesta. En todas las posibles respuestas. Quizá aún no estaba preparado para escucharlas. O quizá lo estaba deseando. Pero finalmente ella no me creyó, como tampoco lo hizo entonces, cuando me marché de esa forma. Pensé que todo volvía a ocurrir de nuevo, veinte años después, pero ahora era ella la que se marchaba.

Finalmente pagó la carrera y abrió nerviosa la puerta del taxi.


-Muchas gracias caballero, y que sea muy feliz en su nueva etapa. Ha sido muy amable. -me dijo mientras me regalaba una última sonrisa. Los ojos se le humedecieron, y el mar ya no se reconocía en ellos.

Ah, por cierto, bonita música la que lleva en el taxi. Llévese el disco al mar, no vaya también a olvidarse de él… La noté tentada de decir más cosas, pero creo que ya no hubiera tenido voz para hacerlo.


Salió del taxi colmada de recuerdos y antes de adentrarse de nuevo en su mundo, tan desconocido para mí, y de perderse otra vez en el pasado, se dió la vuelta, y volvió a sonreir como entonces, envolviendo y retorciendo uno de sus mechones rubios en su dedo índice,…igual que hizo la noche que me confesó que me amaba, con aquel mar en calma bajo nuestros pies descalzos.

Esta vez, al menos, la miré a los ojos mientras se perdía entre la muchedumbre y entre mis propias sombras y fracasos. Arranqué el taxi, y me dispuse a marcharme de su lado tan rápido como lo hice aquel verano del noventa,... hacia el mar que le prometí.




martes, 4 de diciembre de 2012

ESPERANZA


Varsovia, que fue llamada “La París del Norte” quedó completamente destruída en la Segunda Guerra Mundial. A finales de 1944 el Stare Miasto (su centro histórico), sus calles, el ochenta por ciento de sus edificios, sus monumentos o sus parques no eran más que un triste recuerdo en la mente de los varsovianos supervivientes. Todo fue reducido a escombro, por un ejército nazi en retirada. Edificio a edificio, calle a calle…, todo fue devastado. Ceniza y caos. Sólo muerte y destrucción. Fín de la historia.

Cuando terminó la Guerra, tuvo lugar el milagro. Varsovia resurgió literalmente de sus cenizas cuál Ave Fénix, gracias a la colaboración y al esfuerzo de toda una nación, de todos los polacos. Incluso jóvenes de diferentes países acudían a la ciudad para ayudar en las tareas de desescombro. En algunas ocasiones, la reconstrucción se realizó con los mismos materiales originales, con los ladrillos y elementos decorativos que se amontonaban en cada esquina. Poco a poco, mes a mes, los edificios de Varsovia fueron reapareciendo en medio de un solar de destrucción. La vida y sobre todas las cosas, el futuro, empezaban a vislumbrarse de nuevo en el horizonte.

Bernardo Bellotto “Canaletto el joven”, fue un pintor veneciano del siglo XVIII que vivió durante dieciséis años en la ciudad de Varsovia. Pintó numerosos cuadros llenos de paisajes, panorámicas de la ciudad y de sus calles. Su pintura vedutista sirvió a los polacos para reconstruir una ciudad que ya no existía, tal y como existía. Igualmente los estudiantes de arquitectura polacos aportaron sus dibujos y maquetas para hacer realidad el milagro. Varsovia se convertía en una ciudad invencible.


Me llamo Miguel. Tengo treinta y cuatro años. Soy arquitecto. Escritor frustrado y parado de larga duración, que se dice. Vivo en Illescas, comarca de La Sagra. Provincia de Toledo. Acabo de volver de Varsovia, que hoy, es ciudad Patrimonio de la Humanidad. La ciudad invencible.

Eran algo más de las cinco cuando me quedé dormido. De vuelta a casa en el tren, pensaba en Varsovia, la inmortal, con la ciudad de Toledo a lo lejos, amotinada en alto frente a un nuevo y majestuoso atardecer de Diciembre. Los pocos rayos de sol que le quedaban al día, entraban silenciosos por la ventanilla, adormeciendo mi mirada perdida, calentando lenta y suavemente mis mejillas. El vaivén del tren y de sus motores hizo el resto.

Me desperté de repente, sobresaltado, en alguna estación intermedia. Frente a mí, se había sentado una joven que trataba con afán y con un poco de dificultad de colocar la maleta en la parte superior. Me levanté y la ayudé con los trastos.

No había reparado aún en su diminuta acompañante. Ni en sus preciosos ojos azules, que se apoderaron de mí por debajo de un gracioso flequillo. Sonrisa inocente y confiada. Mejillas de piel sonrosada y una voz pizpireta que me dijo un “hola” sincero, sin mentiras, pero sobre todo sin miedos. Un presente sin miedo y sobre todo, un futuro. Sonreí.


Llegué a mi destino cuando la noche ya era una realidad. Me despedí cortésmente de su madre y le pregunté a aquella niña cómo se llamaba. –“Esperanza”-me dijo.

Volví a sonreír ilusionado y le regalé algo que encontré en mi chaqueta.

-“Gracias, señor. ¿Qué es?”

-Es una foto de una ciudad especial. Como tú y como yo. Se llama Varsovia.


Se quedó mirando la foto, con una media sonrisa en los labios.


Al bajar del tren llamé a mi mujer para avisarle de que ya estaba aquí. La pequeña Lucía se puso enseguida al teléfono, impaciente. ¡Tenía tantas ganas de verla!.

Hace ya un par de horas que estoy en casa. Son más de las doce y me encuentro delante del ordenador, por primera vez después de dos años, enfrentándome al terror de escribir, luchando en realidad contra mis fantasmas, y contra mí mismo. Mirando a los ojos al fracaso, a la mentira, a la manipulación, a la frustración, a la desesperanza de no encontrar salida, a los sueños que aún quedan por realizar, al miedo, a la tristeza y a la injusticia. Mirándome a mí mismo, y mirando a tanta gente a la vez. Levantando mi voz adormilada y dando un puñetazo en la mesa, cogiendo aire y lamiéndole las heridas…Ahora te estoy mirando de frente. Ahora sé que puedo. Ahora sé que siempre podré. Que nunca podrás conmigo.

Sorprendentemente, en poco más de una hora he terminado estas líneas para el Concurso de Relato Corto de mi Facultad que empecé hace más de un mes y que tantas y tantas veces abandoné, hastiado. Un centenar de líneas, a doble espacio, tamaño doce, letra Arial,... Increíble pero cierto.

La temática, novedosa cuanto menos: “Yo vencí la crisis”.


Lucía acaba de acostarse, satisfecha y feliz por tener a papá de nuevo en casa. Antes de irse a la cama, ha entrado en el despacho sigilosa y expectante:

-“¿Me has traído algo papá!?”

-Por supuesto, cariño, claro que sí. ¡Muchas cosas!

-Pero sobre todo, te traigo la más importante: ESPERANZA…