miércoles, 3 de agosto de 2011

EL MAR QUE TE PROMETÍ

Comprobé que su color de pelo era el mismo de siempre. Quizá algo mejor peinado, pero seguía siendo maravillosamente largo y tan finísimo como antaño.

Vestía un traje de chaqueta color gris, que llevaba doblada sobre su brazo derecho. En el izquierdo un bolso negro, lleno de sus numerosas armas de mujer sofisticada. Una fina camiseta negra con tirantes de pedrería, perfilaba perfectamente sus pechos, facilitando describir su contorno y sus pezones a simple vista, y permitiendo tímidamente, una sexy concesión a través de aquellos dos últimos botones de la camiseta, que llevaba desabrochados con tan mala intención. Falda corta y ajustada, medias oscuras y zapatos grises de tacón alto, sobre los que se sentía segura, a salvo, y lejos de mí.

Los rayos de luz de un sol primaveral comenzaban a pelear con los edificios coloniales de la Avenida Norte, y en esa pelea, muchos conseguían ya colarse por la luna trasera, atravesando su preciosa melena y proporcionando algunos destellos intermitentes de luz en su cara, lo que me permitió vislumbrar momentáneamente sus hombros desnudos.

Aquellos hombros de frágil apariencia, que tantas veces soñé y tan poco abracé, y que seguían siendo de un color blanco muy suave, ahora se asomaban e insinuaban tímidos tras esos cabellos rubios que descendían en perfecta armonía rectilínea a ambos lados de su cuerpo, como una cascada de oro brillante desenfrenada.

-Hola, buenos días…al aeropuerto, por favor-me dijo indiferente y vacía de recuerdos, acompañando aquel típico ritual con una leve y rápida mirada al retrovisor, sonrisa mediante, donde sus ojos y los míos volvieron a chocar un instante después de tanto tiempo, obligándome casi involuntariamente a retirar la mirada, y a asentir sin más, vencido de nuevo por esos ojos tan azules que reflejaban aquel mar donde nunca la llevé.

Arranqué el taxi aturdido y con la mirada puesta en el pasado, pero en aquel semáforo en rojo, volví a reconocerla de nuevo, volví a reconocerme en ella, sin necesidad de pedirle perdón, sin reprocharme nada, y le regalé por fín una leve sonrisa de perdedor reconfortado y recuperado para la causa. Comprendiendo que el mundo nos había perdonado todo en aquel instante, salí de la ciudad en dirección al futuro, al suyo y al mío.

Conduciendo por la autopista en esa mañana de Abril, el polizonte en el que me había convertido huía a toda velocidad, pero ya nada ni nadie me perseguía. Como si le hubiera dado un cambiazo al destino y me llevara el oro robado mientras todos duermen a pierna suelta. La carretera y la mañana me daban la bienvenida a mi vida, a la suya, a la nuestra, a la que no tuvimos.

Con el ruidoso despertar de la ciudad ya lejos, el sol de la mañana se descubrió definitivamente sobre un mar azul, inmenso y lleno de esperanza, mientras cruzábamos juntos aquel puente a la eternidad. Volví a mirar por el retrovisor para cerciorarme de que seguía allí, a mi lado, dejando todo en mis manos, manejando su Blackberry y comenzando una serie de llamadas telefónicas supongo que habituales. Estaba serena y tranquila, y también feliz de una vez por todas. Ambos lo estábamos y todo se había restaurado aquella mañana.

Encendí la radio del taxi, acompañando aquella idílica escena primaveral para dejar sonar el viejo álbum de suave reggae que ella me regaló aquel día de mi juventud ya perdida, y que siempre acompañaba mis solitarias carreras por una ciudad tan ajena a mí desde hacía más de 20 años.

Al sonar aquella canción, algo en su interior se sobresaltó, y por el espejo retrovisor cruzamos la última mirada del día, seguramente la última de nuestra vida. Me encontré con sus ojos azules de nuevo y esta vez la llevé al mar que la prometí, y ella me pidió perdón por no volver. Sonrió levemente, recordó y entendió todo de repente, y después bajó la mirada, y la lanzó junto con su rencor por la ventanilla del taxi, buscándonos a ambos en aquel mar brillante de primavera.

La dejé en la Terminal cuando el sol ya estaba en lo alto del cielo de aquel lunes. Intenté evitar por todos los medios tener que cobrarle aquel último viaje que habíamos hecho juntos por lo que, paradojas de mi vida, tuve que lanzarle una nueva mentira, alegando que era mi último día como taxista perdedor y que lo dejaba definitivamente para emprender una vida nueva lejos de aquella ciudad. No me creyó, como tampoco lo hizo entonces, pero entendió que la carrera podía ser gratis, pues ambos ya habíamos pagado con creces aquel último viaje, en todos los anteriores.

-Muchas gracias caballero, y que tenga suerte en su nueva etapa. Y por cierto, llévese el disco, no vaya también a olvidarse de él -me dijo mientras me regalaba una última sonrisa, y los ojos se le humedecían, y el mar ya no se reconocía en ellos.

Salió del taxi tan rápido como lo hizo de mi vida aquel verano del 90, pero antes de adentrarse de nuevo en su mundo, tan desconocido para mí, y antes de perderse entre mis recuerdos, se dió la vuelta, y volvió a sonreir, envolviendo uno de sus mechones rubios en su dedo índice,…igual que hizo el día que me confesó que me quería y que, por eso, se marchaba para siempre.